"Visita a la exposición de Ginés Liébana en la Diputación de Córdoba"

 Sábado, 20 de febrero de 2021. Entre las 12 y las 14.00 horas, un grupo de alumnos/as voluntarios/as de 3º de la E.S.O. del Centro, acompañados por los profesores/as del Departamento de Gª e Hª , ha estado visitando de forma voluntaria y altruista la exposición dedicada al único integrante vivo de "Grupo Cántico", el artista polifacético Ginés Liébana.

Ha sido complicado acceder a esta visita, ya que no podemos realizar actividades con  el alumnado fuera del centro en horario escolar y la Diputación tiene estrictas medidas de seguridad motivadas por la pandemia Covid. En primer lugar, debemos agradecer a la institución cordobesa el habernos permitido una visita grupal con nuestro alumnado y la realización de diversas actividades de fotografía y grabación de pequeñas tomas en la exposición. En segundo lugar, agradecer sobremanera a estos alumnos y alumnas que han "desperdiciado" dos horas de su tiempo libre en un fin de semana para realizar una actividad cultural.

Teníamos cierto resquemor a que no acudieran los alumnos/as. Máxime, cuando días previos en una clase tuve que oir espetar a un alumno que "la cultura no interesa a nadie". Menos mal que sus compañeros y compañeras le han demostrado lo contrario.

La cultura y la educación de nuestros alumnos y alumnas es un signo distintivo de nuestro centro, tanto más cuanto que es un pequeño centro público ubicado en un barrio trabajador en estos momentos en donde la publicidad de centros concertados y privados en los momentos de la escolarización provoca una lucha sin cuartel entre ellos. Nosotros somos un centro de educación pública, heterogéneo, abierto a todos y a todas. Nuestros proyectos educativos y nuestras  actividades extraescolares rezuman preocupación e interés por inculcar a nuestro alumnado la pasión por ver un monumento, visitar una exposición, asistir a una representación teatral, cantar en una chirigota, representar una obra de teatro... En este sentido, nuestro centro realiza una modélica labor.

También era el bautizo de las actividades del proyecto "Vivir y sentir el patrimonio" en nuestro Centro, la primera vez que trabajamos este programa, en el cual vamos a tratar de responder a la pregunta "¿Es nuestro Centro patrimonio?" Qué duda cabe que nuestros alumnos/as, especialmente los de 3º de la E.S.O., están en una gran duda metafísica. Para resolvérsela, hemos planteado un excepcional programa de actividades con las que trabajar el tema. Aquí os dejamos un recurso utilizado en una actividad de motivación. Es una historia, un recurso a una fuente oral para que el alumnado vea que el patrimonio se vive y se interioriza, convirtiéndose en algo tuyo y compartido con el resto de la sociedad.

EL PATRIMONIO VIVIDO, EL PATRIMONIO SENTIDO, EL PATRIMONIO INTERIORIZADO… DE LA MEZQUITA A GRUPO CÁNTICO. POR QUÉ EL INSTITUTO ES PATRIMONIO.

Explicar el concepto de patrimonio puede parecer una tarea fácil en un primer momento, pero intentar explicar y demostrar al alumnado que un centro educativo es un bien patrimonial no es una cuestión baladí. Se me ocurrió intentar acercarme a él mediante un testimonio oral.

“Vivía en los años setenta en la periferia oriental de Córdoba, en una barriada que comenzaba a despertar tras su lento periodo de gestación. Eran otros tiempos (¡hasta el Caudillo atemorizaba aún a España!), añorados e idealizados por muchos de los que los vivimos, repudiados por otros. Se carecía de todo, pero corríamos alegremente por campos, eriales y carreteras sin apenas circulación. El espíritu de la tribu funcionaba perfectamente: enjambres de niños jugaban a la pelota, a la lima, a las canicas, a mosca… mientras las chicas saltaban a la comba. Nadie parecía cuidarnos, pero muchísimos ojos nos observaban: las calles eran seguras porque nosotros estábamos allí. El panorama urbano, comparado con la actualidad, nos parecería hoy desolador, pero nuestro contacto con el campo, con la naturaleza era muchísimo mayor que hoy: los niños salen en la actualidad de manos de sus padres y madres, están con personas mayores, juegan a videojuegos individualmente, salen a los parques en los que juegan en espacios marcados y cercados y se relacionan muy pocos con sus iguales, salvo en fiestas de cumpleaños y espacios de recreo generados por la dinámica capitalista más feroz. Hay que ir enseñándolo. Las escuelas eran hormigueros de niños y niñas gritando a más no poder, con 40 alumnos por aula (¡fíjate ahora con la ratio!) con unos maestros a los que no se le escapaba un detalle (allí estaba Don Pedro, Don Antonio, el “Peíllo”, la “Vaca”…). Sin apenas otro recurso que un libro, un cuaderno, un lápiz, una tiza y una pizarra, le sacaban el máximo partido al entorno más inmediato. En nuestro caso era el arroyo Pedroches, que corríamos hasta el puente de hierro los viernes en aquellos horarios de tres a cinco de la tarde.

Éramos muy pobres, casi más cuanto más te alejabas de los espacios construidos. Fátima casi no existía, y lo que había era como monstruos a los ojos de los niños: la cárcel de Córdoba, la aceitera, la fábrica de la Cepansa, la algodonera… que ocupaban el lateral de la carretera del Muriano. El resto, calles a medio marcar, un edificio aquí, otro allá; huecos por todos lados. Esto nos daba una libertad increíble, porque entre huertas, cortijos, moreras, chumberas… disfrutábamos a tiempo completo. No había ningún servicio público: para ir al médico, teníamos que ir a la consulta de Conquistador Benito de Baños, la calle del cine Maxi y del Carlos III. ¡Cuántas sesiones de las cuatro de las tardes nos ganábamos con las buenas notas y en cines de barrio!; no había mercado que no fuera la plaza de la Mosca; tampoco bibliotecas, nada. Sólo una infinidad de bares de barrio a los que nuestros padres llevaban a nuestras madres para que un sábado por la noche comiéramos de tapas, revoloteando nosotros por las mesas ocupadas de las terrazas de albero de los veranos, o viendo el fútbol en las teles comunitarias de las tabernas, de profundo olor a fritanga y vino. Había cientos de tiendas, pequeñitas, a las que nuestras madres acudían a diario a realizar la compra. Hoy seríamos los progres más evolucionados de esta sociedad: comíamos productos frescos (la leche venía en un borrico con una lechera), de diario, de kilómetro cero, en contacto con la naturaleza…

Nuestros padres prácticamente estaban todo el día trabajando, y cuando volvían del curro se metían en la taberna hasta las tantas. Casi todos sus oficios eran manuales: carpinteros, albañiles, comerciantes… Yo casi no veía a mi padre, salvo cuando me llevaba con él a trabajar. Nuestra educación estaba en manos de nuestras madres, de nuestras queridas madres a las que volvíamos locas con nuestras travesuras. Nos levantaban por la mañana, nos llevaban al cole, nos recogían, nos daban de comer, nos volvían a llevar al cole, nos volvían a recoger, nos daban la merienda, nos dejaban jugar, nos ayudaban en las tareas, nos lavaban, nos daban de cenar y nos despedían el día con el más dulce de los besos. La mayoría no habían podido estudiar y cuando se casaban, dejaban de trabajar para ocuparse de la casa y de los hijos (el Ángel del hogar que el franquismo nos había devuelto después de la liberación republicana). El nivel cultural y educativo de las familias era muy bajo, pero a diferencia de hoy, querían que sus hijos estudiaran y fueran lo que ellos no habían podido ser. Y todos sus esfuerzos giraban en torno a ese noble empeño. Para mí y mi hermano, como hijos, les hemos devuelto con creces todo lo que nos dieron y enseñaron, pero eso es otra historia y, sobre todo, un gran orgullo.

La ciudad de Córdoba para nosotros era un misterio, porque prácticamente no la pisábamos, como no fuera para la feria de mayo en la Victoria o la feria de septiembre en la Fuensanta. Además, estaba muy lejos, tanto que decíamos que era ir a Córdoba. Para mí, como niño pequeño era una cueva llena de misterios, secretos y curiosidades. Éramos pobres, pero dignos. Y la parroquia era la institución encargada de ocupar el papel que deberían ocupar las instituciones públicas, muy especialmente en los temas relacionados con la cultura. Nunca he creído ni nunca creeré, pero como casi toda mi generación, me vi obligado a asistir a clases de religión católica, hacer la primera comunión y demás festividades cristianas. Pero, como cucos que son los curas, tenían algunas actividades a las que todos podíamos acudir. Una muy concreta llamó la atención de mis padres, “Visitas culturales”. Por las tardes, grupos de cristianos daban clases de monumentos artísticos de Córdoba y después, en los fines de semana, llevaban a los niños a verlos. Todo era gratis y accesible. Y allí, por primera vez en mi vida, de forma inconsciente, accedí por primera vez al mundo del patrimonio y del arte (la otra quedó truncada por la meningüitis, aprender a tocar la guitarra). Nos llevaron a los principales monumentos religiosos y públicos de la época: Puente romano, Calahorra, Corredera, Iglesia de San Pablo y otras fernandinas, Alcázar y, como una diosa imponente, la “Mezquita de Córdoba”. Me acuerdo que fue un trabajador de la Letro, Paco Caballero, quien me llevó a esa excursión (supongo que sería a todas): salir de Carlos III, atravesar toda la Axerquía, llegar a la plaza del Potro, subir por la decrépita y decadente Cardenal González para acabar en la puerta de Santa Catalina era como entrar en otro mundo que mi fantasía no podía ni imaginar ni crear, y mira que leía libros de aventuras que desarrollaron mi imaginación. Aquella pared, aquel muro oriental de la Mezquita me pareció un rascacielos. Porque la Mezquita es muy alta, sobre todo cuando la rodeaban casas de una o dos plantas. Todavía no me llegaba el olor a la tortilla del Santos; para eso había que esperar algunos años. Pero lo maravilloso y mágico todavía no había aparecido. Llegó el atravesar la Puerta y entrar en el patio de los Naranjos, un bosque, un jardín en medio de innumerables callejuelas de cal y azahar. No sabía para dónde mirar. Gente sentada, disertando, hablando, fumando, trapicheando, malviviendo… Una cutrería comparada con la actualidad. Todavía la Iglesia católica no había empezado su cruzada oficial de cristianización de la Mezquita. Allí corrimos entre los naranjos, jugamos, comimos nuestros bocatas, bebimos agua de esa fuente milenaria. Y como el mástil más alto del barco, cuando levanté la vista hacia el cielo, una torre impresionante lanzaba su flecha hacia el infinito. Subimos. ¡Madre, qué miedo pasamos! Aquello era penoso. No estaba restaurado como ahora. Tras subir unos tramos de peldaños resbaladizos, llegamos a la casa del campanero. Allí, una donación y “parriba”. Llegamos a los cuerpos de campaña y os podéis imaginar a que nos dedicamos: campanazo va, campanazo viene. Ni letreros ni advertencias ni nada. Aquello era algo que estaba predestinado a que nosotros lo tocáramos. Pero todavía había más. Se podía subir un poquito más y había  un saledizo a modo de balcón, cogido casi de la nada y colgado del cielo. Por supuesto, no se podía poner nadie allí. Bueno, nadie no; nosotros sí. Y vaya mareo que pillé cuando miré hacia abajo. Mis vértigos me jugaron una mala pasada. Era el momento de tocar el cielo, era esa escalera que me llevó a lo más alto que subí en muchos años. Bajamos de nuevo al suelo, el de las piedrecitas y los canales llenos de agua.

Y no hay dos sin tres. Ante la impresionante Puerta de las Palmas no imaginábamos siquiera lo que sería atravesar un telón al mundo desconocido para nosotros, unos niños “ignorantes”. Atravesar esa puerta y dar dos pasos para ver un inmenso bosque de columnas, sin saber dónde mirar, sin saber dónde tocar, sin distinguir poco más allá de ocho o diez metros… Porque era una penumbra inquietante lo que teníamos ante nuestros pequeños ojos. Prácticamente, estaba la luz natural y poco más. Andar sin que nadie te molestara como ahora, atentos a todo aquello que Paco nos iba contando, con más historias que realidad, fue verdaderamente magia. La decrepitud de la Córdoba de la época se reflejaba en el espacio interior del templo, pero no empobreciéndolo, sino haciéndolo grande, acogedor, acaparador, imponente ante nosotros. Todo era magia. ¿De dónde había salido ese edificio? ¿Quiénes eran esos “moros” que había hecho eso y que sólo me sonaban por el dicho de las madres cuando hacíamos algo malo: “¡Qué vienen los moros!” Por primera vez en mi vida, los musulmanes y el arte musulmán se me plantaban ante mis ojos para no irse nunca. Y cuando llegamos a la maqsura, con sus bóvedas y sus cristalitos relucientes y brillantes ante una pátina de suciedad y Paco nos narraba que maestros bizantinos vinieron a ayudar al califa de Córdoba a terminar el edificio más grandioso del mundo. ¿Califas?. ¿Blanco y verde? Tendrían sentido mucho más tarde. Pero qué duda cabe: dos de los reyes más importantes de la historia de España no son cristianos, son musulmanes: Abderramán III y Al Hakem II. No me acuerdo de más. Debimos salir y volver a casa. ¡Qué aventura! Después vendrían otros monumentos, pero ninguno con la magia de la Mezquita.

En mi vida he ido cientos de veces a la Mezquita, a su patio a pasar horas calurosas de verano leyendo en esos soportales libros que tomaba en préstamo de la cercana biblioteca provincial, a su interior a contemplar la belleza de la inmortalidad del mármol. Tardé muchos años en contemplar los espacios imposibles del templo. Fue en un curso sobre Medina Azahara cuando pude visitar el templo por primera vez de noche, con la luna iluminando los naranjos y proyectando luces de conocimiento entre las sombras. Y, por fin, estar dentro del mihrab. Todo un sacrilegio para un creyente, pero una obsesión para el que ha estado siempre pasando junto a un lugar prohibido y puede entrar al final de ese camino. Podría contar cientos de historias de la Mezquita, como aquellas competencias con los granaínos para ver cuál era el mejor edificio musulmán de España en clara alusión a la Alhambra durante mi periodo universitario; el día que se presentó un libro que iba a ser la biblia de los estudios de la Mezquita y que ya avisaba de la tormenta (Nieto Cumplido, La catedral de Córdoba) cuando el obispo no tiene otra ocurrencia de aprovechar la concurrencia de la presentación para rezar un padre nuestro; las constantes discusiones con los guardias jurados para que nos dejen tranquilamente trabajar con nuestros alumnos… Pero me quedo con las vivencias que tuve durante mi periodo universitario en la cercana facultad de Filosofía y letras, otro lugar de Alí Babá para desarrollar la imaginación. Llegaba a ella en los primeros ochenta tras un penoso verano en el que murió mi madre y me quedé solo. Llegar a la Facultad fue completar el círculo mágico de la formación de una persona. Para mí y mi familia fue algo más que eso. Fui la primera persona en mi familia que accedía a la Universidad, la primera a la que se le ofrecía un futuro no ligado a una profesión manual como al resto de mis primos, sino una ligada a una actividad intelectual, no siempre bien comprendida. También estaba solo porque ningún compañero de Bachillerato venía conmigo a estudiar Historia. Solo ante el peligro. Eran tiempos de cambios, de novedades, de peligros… Tenía todo el tiempo del mundo, ya que sólo me pusieron un horario de tres horas diarias, de diez a una, para no cansarme mucho tras tantos años de ir a clase por la mañana y por la tarde. Latín, Literatura, Prehistoria, Geografía e Historia antigua fueron mis materias. Haber traducido la Guerra de Jugurta me permitió que me pasara todo el año en el patio de la Mezquita, junto a mis nuevos e inseparables compañeros, Agustín y Diego, a los que se unieron después Nacho y Paco (que vivía en el portal junto a la Maribel en López Amo). Eran tiempos en los que te podías sentar con una litrona en el patio y no te echaban rápidamente. En la zona oriental, los pasillos eran espacios de degradación, gente de mal vivir, consumidores de todo tipo de sustancias. Allí, de doce hasta que nos íbamos, lunes, martes y miércoles, estábamos los tres comiéndonos el mundo. Ese espacio me envolvió. No sé qué tiene el patio de los Naranjos, pero es una sensación que te envuelve, te penetra y no te abandona. Sería la tranquilidad, el espacio de encuentro, el ver a compañeros, a turistas, el disfrutar de la soledad sonora del susurro del agua por los canales, el olor a azahar… No lo sé, pero es maravilloso. Ahora mis niños disfrutan corriendo entre los árboles, como un nuevo amanecer.

Me he estudiado la Mezquita de arriba-abajo, por obligación y por placer. Tengo cientos de fotografías y de libros. La he trabajado con todo tipo de alumnos. Y nunca me canso. Porque esa es la esencia de la Mezquita, es como tu otro yo que te acompaña y que no te abandona. Un cordobés de mi generación vive y siente la Mezquita como algo suyo, como algo que nos legaron nuestros antecesores y que nos pertenece, a pesar de la Iglesia católica. A vosotros no os pasa eso. La Semana Santa, ir detrás de un paso, el mayo cordobés, los grandes templos del consumo capitalistas son vuestras señas de identidad de Córdoba. Coincidimos en que interiorizamos y vivimos algo que llamamos patrimonio, y que es nuestro. Y como es nuestro, lo conocemos, lo amamos, lo queremos y lo conservamos lo mejor posible a las generaciones futuras.

Y aquí llego, tras esta larga historia que espero no os haya aburrido mucho, a lo que me interesa y está escrito en la pizarra, que no es otra cosa que la hipótesis de nuestro trabajo dentro del  programa “Vivir y sentir el patrimonio” durante este curso: “¿Es el Instituto patrimonio?” Habéis escrito previamente algunas ideas que nos servirán para demostrar o no esta hipótesis. Ahora debéis averiguarlo; pero, recordando, que sólo se aprecia lo que se quiere, lo que se vive y lo que se siente. A partir de las siguientes líneas, sois vosotros los que debéis darle forma a esta historia. Salud.

Rafa González, profesor de Geografía e Historia y temas varios. 3º de E.S.O. “A”, jueves, 4 de febrero, 11 horas de 2021.

 

 



















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